miércoles, 16 de febrero de 2011

Espantapájaros 21




Que los ruidos te perforen los dientes, como una lima de dentista, y
la memoria se te llene de herrumbre, de olores descompuestos y
de palabras rotas.
Que te crezca, en cada uno de los poros, una pata de araña; que sólo
puedas alimentarte de barajas usadas y que el sueño te reduzca, como
una aplanadora, al espesor de tu retrato.
Que al salir a la calle, hasta los faroles te corran a patadas; que un fanatismo
irresistible te obligue a prosternarte ante los techos de basura y que todos
los habitantes de la ciudad te confundan con un meadero.
Que cuando quieras decir “Mi amor” digas “Pescado frito”; que tus
manos intenten estrangularte a cada rato, y que en vez de tirar el cigarrillo,
seas tú el que se arroje en las salivaderas.
Que tu mujer te engañe hasta con los buzones; que al acostarse junto a
ti, se metamorfosee en sanguijuela, y que después de parir un cuervo,
alumbre una llave inglesa.
Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto, para que los espejos,
al mirarte, se suiciden de repugnancia; que tu único entretenimiento

consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas, disfrazado de
cocodrilo, y que te enamores, tan locamente, de una caja de hierro, que no
puedas dejar, ni un solo instante, de lamerle la cerradura.

Oliverio Girondo
Pocos escritores han sido tan originales como Oliverio Girondo, nacido y
muerto en Buenos Aires (1891-1967). Para él poesía y vida fueron una misma e
indivisible cosa; vivir en poesía fue parte de su experiencia, y por eso hizo un arte de
la provocación en contra de los convencionalismos. Como pertenecía a una familia
adinerada, viajó mucho por Europa y siempre se comportó como un excéntrico, pero
con un talento asombroso. Algunas de sus obras: Veinte poemas para ser leídos en
el tranvía, Calcomanías, Espantapájaros. El texto que publicamos aquí fue tomado
de Espantapájaros y otras obras (CEAL, Biblioteca Argentina Fundamental,
Buenos Aires, 1981).

La chica del kiosco




Pasó una cosa rara una vez en un pueblito que quedaba en una de las
regiones más lejanas de Islandia. Fue a principios de siglo cuando no
había teléfonos ni radio ni televisión, cuando no había nada que salvara a
los que vivían en esos pueblos de la pesada tristeza que va devorando el
alma. Era el momento más sombrío del año, cuando nunca se ve el sol y la
semioscuridad llena todos los recovecos de la vida. Todo parece dejar de
respirar, helado e inmóvil, hasta que de pronto cae la lluvia y la cara del
Ártico se convierte en un revoltijo de humedad, mugre, oscuridad y desesperanza.
Entonces empieza a nevar y en derredor las empinadas laderas de
los montes son el interior blanco de un gigantesco ataúd. El mundo se congela
otra vez, vuelve a llover, nieva; parece que nunca se van a terminar esas
malditas desdichas.
Es el momento del año en el que muchas de las gentes que viven en
esos pueblitos dejan de hablar. Cuando se encuentran en las calles, miran
hacia delante o hacia abajo en impenetrable silencio, los dientes apretados.
Otros se quedan días enteros en la cama, las cabezas tapadas con las
cobijas. Es tiempo de odio, de venganza, violación y locura. También es
tiempo de fantasmas.
En ese pueblo vivía una chica. Era la empleada del único kiosco del
pueblo. Si bien los que vivían allí se arrastraban tarde o temprano hasta el
kiosco aunque más no fuera para tratar de mantener el latido de la poca
vida que les iba quedando, la chica estaba sola la mayor parte del tiempo.
Y se sentía, en esos meses más oscuros del año, tan llena de tristeza como
cualquier otro.
Uno de esos días en los que estaba sola, comiéndose las uñas como
siempre, totalmente embobada, sucedió algo espantoso: un fantasma

entró al kiosco. Era un fantasma que había andado por toda la costa matando
literalmente de miedo a la gente con algunas cochinas tretas. Pero
como este pueblo estaba tan aislado, nadie había oído todavía nada de
sus roñosas hazañas.
El fantasma se acercó a la chica llevando su cabeza bajo el brazo y le
preguntó:
–¿Tiene hilo de coser?
–¿Qué clase de hilo? –preguntó la chica mirando la cabeza bajo el
brazo sin pestañear siquiera.
–Tengo que coserme la cabeza al cuello –dijo el fantasma, y bajo el
brazo la cabeza le hacía horribles muecas burlonas a la chica.
–¿Qué prefiere? –dijo ella–. ¿Hilo blanco o hilo negro?
El fantasma se quedó alelado. Había andado matando a la gente por
la costa sólo con jugarle esa mala pasada: se morían nomás, de un ataque
al corazón. Pero ahora, aturdido y sin saber qué hacer, solamente atinó a
agarrar la cabeza y sacudirla frente a la chica.
La chica se sacó la cabeza.
El fantasma nunca había visto a una persona que pudiera sacarse su
propia cabeza como hacen los fantasmas, así que se puso pálido de miedo
y sintió que un escalofrío le corría por la descabezada espina dorsal.
Dejó caer la cabeza al suelo, salió corriendo del kiosco y nunca más se lo
volvió a ver.
La chica se puso su cabeza, levantó la cabeza del fantasma, le envolvió
en papel marrón y la tiró en el montón de basura detrás del kiosco. Volvió
al mostrador y empezó de nuevo embobada a comerse las uñas. No
le contó a nadie lo que había pasado.
Siguió trabajando en el kiosco hasta que se casó con un tipo cualquiera
que le daba tremendas palizas durante esa época tan oscura del año.
Hasta que un día ella perdió la paciencia y se sacó la cabeza frente a
él. El tipo no le volvió a pegar nunca más y vivieron felices el resto de
sus vidas.

Elsa Stefánsdóttir La autora nació y vive en Islandia, en donde trabaja haciendo exposiciones de sus obras (es también escultora) y escribiendo libros de cuentos. Está casada con otro escritor, que es dramaturgo. Y es casi todo lo que se sabe de ella. El que aquí se reproduce es uno de los pocos cuentos que ella escribió en inglés, idioma del que lo tradujo Angélica Gorodischer. Ninguna otra de sus obras ha sido publicada en castellano. Este cuento apareció en la revista Puro Cuento en el número de marzoabril de 1991.

Armadura


Liu Siang
Un día Tien Dsan se presentó ante el príncipe de Ching hecho
un andrajoso.
–Usted anda bastante raído, señor –comentó el príncipe.
–Hay ropas peores que éstas –contestó Tien Dsan.
–Dígame por favor, ¿cuáles son?
–La armadura es peor.
–¿Qué quiere decir con eso?
–Es fría en invierno y caliente en verano; por eso no hay peor ropa
que una armadura. Ya que soy pobre, es natural que mis ropas sean
andrajosas; pero Su Alteza es un príncipe con diez mil carrozas y una

incalculable fortuna; sin embargo le gusta vestir a los hombres de armaduras.
Esto no lo puedo comprender. ¿Tal vez Su Alteza busca la fama?
Pero la armadura se usa en la guerra, cuando a los hombres se les corta la
cabeza y se acribilla sus cuerpos; se arrasa sus ciudades y se tortura a sus
padres y a sus hijos; lo cual nada tiene de glorioso. ¿O tal vez va Su Alteza
en busca de ganancias? Pero si trata de dañar a otros, otros tratarán de
dañarle, y si Su Alteza pone en peligro sus vidas, harán peligrar la suya.
Así no conquistará sino tribulaciones para sus propios hombres. Si yo
fuera Su Alteza, no haría la guerra, ni por lo uno ni por lo otro.
El príncipe de Ching no pudo replicar.

escrito por Liu Siang
Este cuento con moraleja (versión española de Herminia Carvajal) figura en
Fábulas antiguas de China, libro editado en Pekín en 1958 en la editorial Ediciones
en Lenguas Extranjeras. Mucho no se sabe del autor: apenas que vivió en China
en el siglo III antes de Cristo, en la época que se llamó “de los Reinos Combatientes”.

El maestro carnicero


Cuando la doncella Mariana le contó a Robin cómo los había amenazado
el chérif, él afirmó:
–Ése hombre merece que le den una lección.
Fue así como Robin cambió sus ropas con las de un carnicero y se
dirigió una vez más al mercado de Nottingham.
Instaló su puesto, y muy pronto hizo un estruendoso negocio, porque
por un penique daba a sus clientes más carne de los que otros carniceros
vendían por tres peniques. Hasta le vendió carne a la esposa del chérif, y
le regaló un corte de primera calidad. Ella se alegró tanto que les permitió,
a él y a otros carniceros, que cenaran en la sala de recepción del chérif.
Cuando ellos se sentaron a la mesa, Robin oró brevemente antes
de comer:
–Que Dios nos dé la entereza ¡de comer todo lo que hay sobre la mesa!
Todos los carniceros rieron. Ese joven travieso parecía bastante inofensivo.
Cuando Robin anunció: Yo los invito a todos, y arrojó cinco
libras sobre la mesa, ya estaban decididos a perdonarle cualquier cosa.

El chérif, al ver cómo el joven derrochaba dinero, pensó: “Éste es un
joven necio, y a un necio es fácil quitarle su dinero”. Y decidió entablar
conversación con el joven carnicero.
–Dime –le preguntó el chérif, refiriéndose al ganado vacuno–, ¿tienes
animales con cornamenta para vender?
–De ésos sí que tengo –respondió Robin–. Doscientos o trescientos.
Y cien acres de tierra. ¿Sabe usted cuánto podría valer todo eso?
El chérif le ofreció a Robin trescientas libras, la mitad del verdadero
valor.
–Entonces venga conmigo, y traiga el dinero –dijo Robin–, y si le
gustan los animales y la tierra, podemos llegar a un acuerdo.
El chérif se esforzó en evitar que la baba le cayera por el mentón al
pensar en el maravilloso y sorpresivo negocio que estaba haciendo.
Así fue como el chérif montó un palafrén, y él y Robin salieron cabalgando
de la ciudad.
–El camino pasa a través del bosque –comentó Robin.
–Que Dios nos proteja de Robin Hood –respondió el chérif.
Cuando se hallaban en la espesura de Sherwood se encontraron con
una manada de cien ciervos.
–Éstos son algunos de mis animales con cornamenta –dijo Robin–.
¿Qué opina de ellos?
–¿Qué quiere usted decir, compañero? ¡Éstos son los ciervos del Rey!
¿Y dónde están sus cien acres de tierra?
–¡Vaya pregunta! Hemos estado cabalgando sobre esas tierras. Todo
Sherwood es mío, si es que le pertenece a algún hombre.
Al terminar de hablar, Robin sonó tres veces su cuerno. Media docena
de sus hombres aparecieron y rodearon al chérif.
–Yo he comido hoy en su sala de recepción, y pagué por ese privilegio.
Y también fui cortés y felicité a su dama. Ahora usted me devolverá
el honor –le dijo Robin.
Los bandidos escoltaron al chérif, a quien le vendaron los ojos,
por los senderos tortuosos que conducían al campamento secreto.

Cuando le quitaron la venda, vio a Robin y a Mariana que reían alegremente.
Así fue como el chérif tuvo que comer el ciervo cazado ilegalmente
ante sus ojos, y beber el vino robado de su propia bodega. Y Robin se
cercioró de que él haya pagado trescientas libras por ese privilegio.
Colocaron al chérif sobre su caballo y lo mandaron de regreso a
Nottingham; era un hombre más pobre y más sensato.


Las baladas anónimas sobre Robin Hood se transmitieron, en Inglaterra, de
generación en generación durante siete siglos. Se han hallado archivos del año
1261 en los que ya aparece registrado el apodo “Robinhood”. Es el típico caso de
leyenda épica en que los pobres actúan contra los poderosos que les oprimen, transmitida
por los juglares y trovadores del Medioevo que llevaban de pueblo en pueblo
su historia.

Anónimo inglés
versión de Neil Philip


Este fragmento pertenece a la versión del escritor inglés Neil Philip,
traducida por Ángel Romano para Editorial El Ateneo, Buenos Aires, 1997.